Pablo Requena |
Quizá el
adjetivo más indicado para calificar el comportamiento de no pocos almerienses
a la hora de hacer gala de su mala educación tenga que ver más con el sector
porcino que con el caprino, pero me he decantado por el término borreguil para
titular este texto para -amén de sonar mejor “borregos” que “cerdos”- hacer un
pequeño tributo a esa novelesca cita de “no voy donde van todos, porque no soy
cordero sino lobo”. Visto el percal, pocos lobos tenemos en Almería, y si uno
tira un papel al suelo, tengan por seguro que acabarán cayendo varias decenas
de deshechos más.
Que en
nuestra provincia estamos geográfica e incluso culturalmente más cerca de
África que de cualquier frontera europea es algo que pocos pueden poner en
cuestión. Quizá sea esta la explicación para que la capital almeriense sea,
históricamente, una de las ciudades más sucias del continente -que no me hablen
de escobas de oro vendidas al mejor postor-. Y normalmente me ensañaría con la
administración de turno que no limpia adecuadamente, pero cuando te topas con
imágenes como la playa de la capital en pleno domingo (desde la desembocadura
del río hasta el mismo Zapillo) con más colillas, envases y bolsas sobre la
arena que bañistas –y mira que había domingueros ese día- hace que uno sienta
asco y pena a partes iguales, máxime cuando la noche anterior, más de una
máquina del servicio de limpieza se afanaba por dejar las playas medio
decentes. Si los propios almerienses cuidamos así de “bien” nuestro gran
atractivo veraniego –la playa- desde luego que se puede llegar a caer en la
tentación de pensar que nos merecemos lo que tenemos.
Y la
deplorable imagen playera a la que aludía anteriormente no es, ni de lejos, el
único ejemplo del poco o nulo civismo que, con más frecuencia de la deseable,
nos encontramos en nuestra tierra. Ahí están las toneladas de porquería que
quedan cada sábado después del mercadillo en el antiguo recinto ferial o, ya en
otro nivel, el vandalismo que tantos titulares nos ha dejado ya, como el que
han tenido que padecer las esculturas de personajes tan dispares como John
Lennon o Juan Pablo II y del que no se libran ni los adorables adornos
navideños, como los cotizados pascueros o el famoso reno de la plaza Barcelona
que fue “raptado” para aparecer posteriormente en la azotea de un céntrico
instituto. A ver si empezamos a ser europeos para algo más que para mendigarle
a Bruselas.
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